Donald Trump, después del huracán


Dos enormes acontecimientos dominaron la agenda mundial esta semana, ambos con cuotas imprevisibles y profundamente vinculados. Donald Trump juró su segundo mandato el lunes, pero antes ya había generado una influencia decisiva para dar vida el domingo al cese del fuego en Oriente Medio que abrió el camino a la liberación de los rehenes en manos de la banda terrorista Hamas.

Esa gestión del republicano es aún más importante porque puede anticipar mutaciones cruciales en la actual conformación y aspiraciones del polémico gobierno israelí y en la estructura geopolítica de la región. Son los caminos serios de este gobernante peculiar y estridente que sin embargo llega con profundos claroscuros e infinidad de dudas hacia adelante.

El paquete de decretos que firmó Trump en la misma jornada inaugural, pareció por momentos responder a una necesidad muscular de sobreactuar las diferencias con su predecesor. La referencia en su discurso al mito del destino manifiesto que justificó en 1845 la anexión de Texas o la guerra de dos años a finales de esa década que permitió a EE.UU. llevarse la mitad de México, expuso un nacionalismo exaltado y un poder imperial cuya ausencia hasta ahora el pueblo habría castigado con esta presidencia.

Del mismo modo operó su reivindicación del presidente William McKinley que a fines de los 1800 incautó Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas en la guerra contra España.

Esa excursión por una historia irrepetible llegó al extremo innecesario de proponer el cambio de nombre del Golfo de México, denominación que existe desde hace cuatro siglos, mucho antes de la existencia de EE.UU. Un anuncio que, aparte de la carcajada de Hillary Clinton cuando lo escuchó, promovió burlas y chacoteos alrededor del mundo causando un desgaste inexplicable a la imagen recién inaugurada de esta presidencia. Un derrape que se sumó a la ambición reiterada de apropiarse, como si se pudiera, de Groenlandia o convertir a Canadá en el 51 Estado del país.

Burlas canadienses

Mientras desde México el gobierno jugaba proponiendo llamar “América mexicana” al territorio que comprende EE.UU. y México (“¿no suena bonito?” ironizó la presidente Claudia Sheinbaum repitiendo palabras y gestos de Trump con su Golfo de América), una senadora canadiense, Elizabeth May, futura titular del Parlamento, en un chispeante discurso afirmó: “Dice que queremos ser el Estado 51, pero tal vez California quiera ser la 11 provincia de Canadá, ¿qué te parece Trump? California, Oregon, Washington, hagamos un referéndum.”

Tampoco quedó claro el sentido de la arremetida contra el derecho constitucional de nacionalidad de los nacidos en el país, que es imposible de remover con las mínimas mayorías legislativas del oficialismo y bloqueado como “descaradamente inconstitucional” por un magistrado nombrado por Ronald Reagan.

La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ironiza con las amenazas de Donald Trump. Foto: EFE

Puede comprenderse que la arquitectura del discurso busque mantener coherencia con la campaña electoral, pero la realidad fija comportamientos cuando se alcanza el poder.

Un buen ejemplo llega desde la gestión del demócrata Barack Obama. Fue el presidente que más inmigrantes expulsó, un modelo que también siguió con números récord Joe Biden. Pero aquel gobierno descubrió que el costo fue la desaparición de albañiles y yeseros entre otra mano de obra básica imprescindible.

Por cierto, el cierre de la frontera anunciado el día del debut también suena a simbólico: los cruces ilegales son hoy los menores desde 2020 en los inicios de la pandemia y 75% menos entre diciembre de 2023 y 2024, según datos de EE.UU. citados por el gobierno mexicano.

Es posible comprender como parte de los intereses permanentes de EE.UU., la apelación del mandatario a que el país se centre en la producción de petróleo, ingreso que se vincula con la urgencia de ingresos para reducir el déficit fiscal, hoy el tercero más grande de su historia.

Pero la potencia es ya la mayor productora mundial de crudo (13,2 millones de barriles por día) y lo logró sin anular el multimillonario negocio de la economía verde contra la que despotrica el magnate que, además, declaró la emergencia energética para voltear las regulaciones medioambientales y los pactos del clima mientras se incendia Los Ángeles y nieva (¡!) en Florida.

En ese punto hay un tema polémico que puede explicar la estridencia de las otras medidas. Para sostener el gasto que implican las propuestas del nuevo gobierno y reducir el déficit fiscal, se requieren recortes que implican un desafío político. Muchos de esos ajustes que los republicanos están contemplando apuntan a programas destinados a ayudar a los estadounidenses de bajos ingresos, entre ellos los sistemas de salud.

En el Capitolio hay un intenso debate, además, por la preocupación entre legisladores oficialistas de que un mal paso amplifique los rojos fiscales y regrese la inflación y la trepada de las tasas.

Donald Trump y Vladimir Putin, en  la cumbre del G20 en Japón, en junio de 2019, durante el primer mandato del republicano. Foto: REUTERS  Donald Trump y Vladimir Putin, en la cumbre del G20 en Japón, en junio de 2019, durante el primer mandato del republicano. Foto: REUTERS

En el plano internacional las cosas aparecen más claras aunque no necesariamente sencillas. El anuncio de Trump sobre un volumen adicional de sanciones contra Rusia, el país más penalizado del mundo, si Vladimir Putin no cesa la ofensiva militar contra Ucrania, indica las dificultades que el nuevo presidente descubre en ese frente y cierta impotencia en un objetivo que en la campaña describía como despejado por su mera presencia. Ahora un Trump ofuscado le dice a Putin que libra una “guerra ridícula”, cuando en el llano fue benévolo con el autócrata ruso.

El desafío de Oriente Medio

Oriente Medio puede deparar otro disgusto si los supremacistas que acompañan al premier Benjamín Netanyahu destruyen el plan de paz que se alza como un estorbo en la intención final de tomar los territorios palestinos.

Ese acuerdo de tres etapas, que incluye la reconstrucción de Gaza, apunta a cesar la guerra y la entrega de todos los rehenes en manos de la desflecada orga terrorista. Pero el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich, la figura más potente de los integristas en el gabinete junto a Itamar Ben-Gvir, cuyo partido dejó el gobierno en protesta por el convenio, afirma que se retomará la guerra sin una segunda fase.

No es una voz aislada. El muy respetado escritor y periodista Amir Tibon señaló que el pasado domingo, mientras se celebraba la liberación de las tres primeras rehenes, Amit Segal, un periodista cercano al oficialismo “anunció en la televisión que espera que solo 10 de los 94 rehenes que aún se encuentran en Gaza sean liberados antes de que el premier cumpla su promesa a Smotrich y reanude la guerra”.

El colapso del pacto sucedería si se denuncian violaciones por parte de la banda terrorista o se amplifica el conflicto que ya está latiendo gravemente en Cisjordania, el otro territorio palestino ocupado donde se lleva adelante una imprevisible operación militar en Jenin, acción que reclamó Smotrich como condición para permanecer en el gabinete.

El saboteo del acuerdo que Tibon ve como inevitable, posiblemente no pase de la intención. El permanente objetivo norteamericano y especialmente de la gestión de Trump porque sencillamente no pudo lograrlo Biden, es avanzar a un acuerdo que inaugure relaciones entre Arabia Saudita e Israel junto al resto de los países árabes, para aislar a Irán, ya muy debilitado por la pérdida de Siria y la debacle de sus brazos insurgentes en Gaza y Líbano.

Una ofensiva colonizadora de los territorios palestinos es ácido en ese proyecto que incluye la solución estatal para ese pueblo, alternativa que ya estaba, aunque bastante desprolija, en el plan que pergeñó Trump en su primer gobierno. Los ulra israelíes pueden parecer pigmeos frente a ese proyecto, pero en cualquier caso es un desafío para la noción que postula el nuevo jefe de la Casa Blanca, que presume de tener el mundo en un puño.

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