Tres advertencias de la historia a este Trump recargado


El monte Denali no es el más alto del mundo, apenas supera los 6100 metros, pero sí uno de los más difíciles. La ausencia de logística y sus extensos campos de nieve y hielo desafían a los montañistas más experimentados con una complejidad que, para algunos, incluso supera la del Everest.

El Denali sí es el más elevado de América del Norte. Su dificultad y altura lo hacen único y son suficientes para que Donald Trump lo haya transformado en un ícono en el primer día de su segundo mandato. Un ícono y un indicio de qué esperar con esta presidencia recargada.

Apenas asumió, el presidente le cambió el nombre. Ya no será Denali, denominación usada por los pueblos nativos de Alaska, donde está enclavado; será el monte (William) McKinley, en honor al político que gobernó Estados Unidos entre 1897 y 1901 y que Trump califica como uno de los mejores presidentes de la historia norteamericana.

El monte solía llamarse así pero Barack Obama le cambió el nombre en 2015 en un guiño a los pueblos originarios de Estados Unidos. Siempre ávido por marcar diferencia con el expresidente demócrata, Trump restituyó el nombre al monte con unos de sus primeros decretos.

En esa firma, el mandatario anticipó varios rasgos clave de un mandato todavía corto pero ya hiperactivo: el cambio será total e irá desde los símbolos hasta las entrañas del país; las minorías volverán a ocupar un rol secundario en la vida política norteamericana; el proteccionismo y el expansionismo serán herramientas decisivas no solo para la economía sino para la relación de Washington con el resto del mundo.

William McKinley pasó a la posteridad como “el hombre-arancel” o el “Napoleón del proteccionismo” y como uno de los presidentes que más territorio sumó a Estados Unidos con la incorporación de Hawai, Puerto Rico, Guam y Filipinas. Esas características son suficientes para encandilar al mandatario que quiere “hacer grande a Estados Unidos de nuevo”.

“El presidente McKinley hizo muy rico a nuestro país a través de los aranceles y a través del talento. Es un hombre de negocios nato”, dijo Trump en su discurso de asunción. “La era de las tarifas altas fue la era en la que nuestro país fue más rico”, insistió el presidente días después.

Como más de un presidente del momento, Trump apela a la historia para proyectar su propio legado. Y también como muchos otros mandatarios, toma lo que le conviene del pasado e ignora lo que no se ajusta a su relato. Pero la historia norteamericana tiene varios mensajes para este mandato recargado de Trump. Si el presidente republicano quiere asegurarse un lugar dorado en los libros, debería escuchar tres advertencias del pasado.

McKinley hizo rico a Estados Unidos, sí. Su mandato comenzó en 1897, cuando Estados Unidos afianzaba el proceso de industrialización que años más tarde le permitiría convertirse en la potencia más pujante del siglo XX. En 1899, de hecho, el PBI norteamericano superó, ya de forma definitiva luego de oscilaciones durante todo el siglo, al de Gran Bretaña, la economía más importante e industrializada de esa centuria, según datos históricos recopilados por una base del Center for Foreign Relations.

Pero McKinley también empobreció a Estados Unidos. Como dijo Trump, él era un hombres de aranceles, no tanto como presidente sino, antes, como legislador por Ohio. En 1890, una ley gestada por él impuso aranceles de hasta 50% a prácticamente todos los productos importados, una medida destinada a blindar la naciente industria norteamericana.

Esa era una época de por sí proteccionista, sobre todo en Estados Unidos. El presupuesto norteamericano, que en ese momento representaba un 3% del PBI, se financiaba fundamentalmente con los aranceles a las importaciones. Así fue hasta 1913, cuando el Estado comenzó a sustentarse con los impuestos individuales a los ingresos, que hoy cubren prácticamente el 30% de los más de seis billones de gasto público anual –el 25% del PBI-, según un informe de diciembre pasado de la Oficina de Presupuesto del Congreso norteamericano.

Pese a que los aranceles eran frecuentes, la ley McKinley significó un pico en el nivel de tarifas de la última mitad del siglo XIX. El siguiente pico llegó en 1930, cuando el acta Smoot Hawley llevó las tarifas a un 20% para todos los productos importados para intentar evitar el colapso de la economía norteamericana que germinaba después del crack de Wall Street de 1929.

Ni la ley McKinley ni el acta Smoot Hawley lograron lo que buscaban, todo lo contrario; ambas fueron seguidas por sendas depresiones económicas, la última peor que la primera.

En 1893, el pánico que surgió por quiebras empresarias y financieras –empeorado por la crisis del comercio internacional provocada por los aranceles McKinley- derivó en una depresión que eclipsó el crecimiento de toda la década.

La historia no solo contradice a Trump en su capítulo del final del siglo XIX. También lo hace estruendosamente con el drama de 1930, año en el que comenzó la “gran depresión” que hizo pensar a Estados Unido que su ciclo de prosperidad había terminado para siempre.

El acta Smoot Hawley disparó una verdadera guerra comercial, cuando los principales blancos de las tarifas –entre ellos, la Argentina- respondieron con sus propios aranceles. Esa batalla paralizó el intercambio comercial de Estados Unidos y hoy los especialistas la sitúan, casi unánimemente, entre los grandes responsables de la depresión que se comió el 30% de la economía norteamericana y dejó el desempleo en un imposible 25%.

Como sucede hoy, los economistas temblaban en 1930 ante la perspectiva de los aranceles del acta Smoot Hawley. Unos 1000 de ellos le escribieron una carta al entonces presidente Herbert Hoover para que vetara la ley. Pero el mandatario no quería enemistarse con los legisladores republicanos. La política prevaleció y la economía se desplomó.

Hoy Trump encuentra en los aranceles una forma de vengarse de lo que cree es el aprovechamiento de Estados Unidos por parte de sus socios comerciales, una manera de compensar la caída de ingresos ante un eventual nuevo recorte de impuestos y una vía para restituir el poder manufacturero de su país.

Es la advertencia más potente que se le ocurre para blandir el poder norteamericano sin apelar a la amenaza militar. Esta vez ya no se trata de un proteccionismo a medida contra algunos socios, como en el primer mandato. Esta vez, es generalizado. Los socios de Estados Unidos, en lugar de asustarse, amenazan a su vez y la guerra comercial se insinúa con la potencia con la que estalló en 1930.

Trump elige a la historia cuando le conviene, pero la semana pasada los mercados le enviaron un mensaje estridente en su traumática reacción a la ahora congelada tanda de aranceles contra México y Canadá. ¿Escuchará la advertencia de la historia, los mercados y los especialistas? La economía global dependerá, en parte, de eso.

El fanatismo de Trump por McKinley no se reduce solo a los aranceles sino al salto territorial que dio Estados Unidos durante su mandato. El último presidente norteamericano del siglo XX creía que el expansionismo servía no solo para asegurar las fronteras norteamericanas sino también para acelerar la prosperidad económica y alimentar la influencia regional en América Latina.

Mucho de eso tiene en mente Trump cuando sorprende y confunde al mundo con sus ambiciones territoriales, desde Groenlandia a Panamá y Gaza. Apunta a las riquezas minerales o a la ubicación en la cadena de suministros globales tanto como a la seguridad estratégica de Estados Unidos.Pero el expansionismo de McKinley estuvo acompañado y acelerado por un escenario que Trump se vanagloria en evitar: una guerra. Guam, Puerto Rico y Filipinas eran territorios bajo tutela de España, país con el que Estados Unidos se enfrentó militarmente en 1898.

La guerra duró pocos meses pero fue decisiva para renovar las fronteras de Estados Unidos y para empezar a definir su perfil de potencia militar, que terminó de consolidarse con las dos Guerras Mundiales. El conflicto con España inauguró además otro fenómeno del que Trump reniega públicamente, el Estados Unidos que se propone como defensor global de valores universales.

“La guerra de 1898 fue un salto cualitativo en la justificación de las guerras. Fue la primera guerra explícitamente blandida en nombre de los derechos humanos [de los cubanos en su independencia de España]”, dijo, hace unas semanas, a la revista The New Yorker Greg Grandin, historiador de Yale y ganador del Premio Pulitzer en 2020 con un libro sobre el expansionismo norteamericano.

Dos mensajes le deja entonces la historia norteamericana a Trump en su capítulo expansionista. Por un lado, ampliar los límites e intereses de Washington no es gratuito e implica concesiones que van mucho más allá de lo pensado.

Por el otro, el contexto importa. El triunfo sobre España desnudó una realidad: el ascenso de Estados Unidos como gran actor internacional se dio ante el ocaso de las potencias europeas. ¿Es posible hoy un expansionismo semejante cuando hay otra potencia a la espera del ocaso norteamericano, China?

McKinsley no llegó al final de su segundo mandato; fue asesinado en 1901 por un anarquista. Pero su expansionismo le permitió a su sucesor, Teddy Roosevelt, terminar de contornear el perfil de los Estados Unidos del siglo XX: una potencia militar y económica que abandona el aislacionismo para globalizar su influencia y sus intereses.

Roosevelt, uno de los presidentes más admirados por los republicanos, salió a conquistar el mundo con un mantra: “Habla suavemente y lleva un gran garrote”.

Trump lleva el gran garrote: amenaza con aranceles, sanciones, represalias a cuanto líder, rival o aliado se le cruce si no acepta sus condiciones comerciales, económicas, diplomáticas o políticas. Pero no habla suavemente, para nada.

El riesgo de tanta amenaza es el del Pastor y el Lobo. Si las amenazas son vacías y fáciles, nadie les temerá. Un día después de haber impuesto sus aranceles a México y Canadá, Trump los congeló por un mes luego de que Claudia Sheinbaum y Justin Trudeau aceptaran concesiones de bajo costo para sus países.

No solo la fábula le trae a Trump esa lección, también la historia.

Al presidente norteamericano le gusta amenazar para que sus contrapartes lo crean loco y capaz de cualquier cosa; le gusta, en definitiva, ser temido en su imprevisibilidad. “Xi me respeta y sabe que estoy ‘putamente loco’ [fucking crazy]”, dijo Trump en octubre pasado, cuando un periodista de The Wall Street Journal le preguntó cómo actuaría si China bloqueara a Taiwán.

No es el primer mandatario norteamericano que apela a su imagen de líder irracional y volátil para gestionar las crisis internacionales y sacar réditos sin hacer concesiones. Los especialistas llaman la “teoría del hombre loco”, como ya lo hacía el primer presidente que la usó, Richard Nixon.

“Estábamos caminando en la playa después de un día largo. Y me dijo: ‘Yo la llamo la teoría del hombre loco, Bob. Quiero que los norvietnamitas crean que he llegado a un punto en el que soy capaz de hacer cualquier cosa con tal de detener la guerra. Simplemente les haremos saber que Nixon está obsesionado con el comunismo, que no podemos contenerlo, que está enojado y que tiene el botón nuclear en sus manos”, recordó en su libro de 1978, El objetivo del Poder, Bob Hademan, ex jefe de gabinete de Nixon.

Esa era la estrategia con la que Nixon buscaba en 1969 terminar con la guerra en Vietnam en términos favorables para Estados Unidos. Pero la amenaza de locura y botón nuclear no funcionó; ni los norvietnamitas ni la Unión Soviética le creyeron. La guerra, que tanto daño le hizo a Washington, terminó en 1975 con una humillante derrota norteamericana.

Tanta amenaza cuando apenas lleva tres semanas de mandato puede tener el impacto que Trump busca en el corto plazo. El peligro es que sus socios y sus enemigos le tomen rápidamente la temperatura al recargado presidente y sus palabras se hundan en la nada.ß

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