De la curiosidad al interés y del interés a la incertidumbre

La Argentina ha sido, por décadas, una fuente inagotable de sucesos improbables. Crisis recurrentes, medidas económicas a contramano de la ortodoxia, vaivenes políticos, decisiones erráticas y un talento innegable para generar desconcierto en los observadores externos. El país que podría ser una potencia y no lo es, la tierra de las oportunidades que, como bien dice la frase tantas veces repetida, “siempre lo será”. Nadie parece recordar con certeza quién fue el primero en pronunciarla, pero su vigencia resiste los embates del tiempo. La historia argentina es una historia de oportunidades desperdiciadas, de ciclos de entusiasmo seguidos por decepciones y de intentos de estabilización que, de una manera u otra, terminan en naufragio.

Con la llegada de Javier Milei a la presidencia, pareció que esta vez sería diferente. Un gobierno con la determinación de resolver los problemas estructurales y de encaminar la economía hacia un orden macroeconómico sustentable despertó, al principio, una curiosidad global. La figura del Presidente, con su retórica libertaria, su estilo disruptivo y su diagnóstico implacable sobre las causas de la decadencia argentina, generó reacciones que iban desde el asombro hasta la fascinación. Con el correr de los meses y los primeros éxitos en la lucha contra la inflación y el déficit fiscal, la curiosidad inicial se transformó en interés. La posibilidad de que Argentina lograra efectivamente un cambio de régimen económico, despojándose de sus viejas taras, generó una renovada expectativa en inversores y analistas internacionales.

Pero como tantas otras veces en la historia argentina, lo que prometía ser una transición ordenada y consistente empezó a emitir algunas señales confusas. Lo que en diciembre parecía un inicio de segundo año de gobierno ideal –con la inflación en fuerte descenso, signos de recuperación de la actividad y un superávit fiscal inédito en décadas– se convirtió en un escenario con turbulencias. Y, lo que es peor, muchas de ellas autoinfligidas.

El discurso del Presidente en el Foro de Davos generó ruido en el mundo político y empresarial, tanto por un contenido desajustado a la audiencia como por su tono beligerante e intolerante. A esto le siguió el escándalo de la cripto-estafa $LIBRA, un episodio que, por su magnitud y por la falta de explicaciones convincentes, dejó una sombra de dudas sobre la figura presidencial.

Luego vino la decisión de designar por decreto a dos jueces de la Corte Suprema, una medida de dudosa constitucionalidad que sigue provocando un fuerte rechazo institucional. Finalmente, la apertura de sesiones legislativas, que podía haber sido el momento de la reconfiguración del discurso oficial, volvió a incluir un ataque a opositores, en especial al gobernador de la provincia de Buenos Aires, e incluso al propio Congreso. Como si fuera poco, los principales medios internacionales –The Economist, The New York Times, The Wall Street Journal, El País– comenzaron a ocuparse nuevamente de la Argentina, pero no por sus avances económicos, sino por los escándalos, los conflictos políticos, el desapego institucional y el estilo confrontativo del Gobierno.

Sin embargo, las turbulencias no pasan sólo por los errores propios. En el frente internacional, el contexto también ha cambiado y no necesariamente en favor de la Argentina. Las políticas de la administración Trump han aumentado la incertidumbre sobre la economía global, con potenciales impactos negativos sobre el comercio, los precios de algunas commodities y el apetito por el riesgo emergente. La Argentina, que había logrado reconstruir en parte su credibilidad en los mercados, ahora enfrenta un panorama en el que la volatilidad externa puede afectar su capacidad para atraer capitales y consolidar su programa económico. Si para esto último ya era necesario mostrar que los tiempos de la Argentina descarriada habían quedado definitivamente atrás, ahora, con este nuevo contexto internacional, lo es mucho más.

Además, el programa de estabilización enfrenta sus propios desafíos que, de no resolverse, pueden comprometer su sostenibilidad. La apreciación del tipo de cambio real, combinada con la política de apertura comercial y facilitación de importaciones, está acelerando el deterioro de la cuenta corriente, a medida que la recuperación de la actividad impulsa la demanda de bienes externos en un contexto donde la oferta de dólares sigue siendo limitada. La acumulación de reservas del Banco Central ha mostrado dificultades, reflejando que la escasez de divisas aún no ha sido superada, y que la estabilidad cambiaria aún depende de intervenciones directas en los mercados supuestamente libres.

La sostenibilidad de la deuda pública no parece ser un tema que preocupe con un fisco con superávit primario indiscutible. Pero atención, la deuda del tesoro en pesos (con una participación creciente de títulos que capitalizan los intereses) crece a tasas altas (por encima de la inflación) y su atractivo no está asegurado en un contexto de turbulencias persistentes. Por su parte, es probable que el acceso a financiamiento privado en dólares siga postergado; y, en tal caso, el Gobierno deberá afrontar los compromisos de pago de julio haciendo uso de las divisas que tenga disponibles en ese entonces (las que, muy probablemente, seguirán siendo escasas).

En este escenario, la gran pregunta es cuánto impacto pueden tener estos eventos sobre la marcha del programa de estabilización. A las dificultades para avanzar con la agenda legislativa en un año electoral, ahora se suma una renovada incertidumbre sobre la comunicación gubernamental y el efecto de los desaciertos políticos sobre la confianza en el Presidente y su capacidad para consolidar su modelo.

Si el Gobierno quiere recuperar la iniciativa, debe reenfocar su estrategia en la gestión y generar señales claras de estabilidad y previsibilidad. El acuerdo con el FMI representa una oportunidad en ese sentido, pero su éxito dependerá no solo del visto bueno del Parlamento sino de su contenido técnico y de cómo se comuniquen sus alcances y pasos posteriores. En 2022, el Congreso sancionó la reestructuración de la deuda con el FMI, pero evitó pronunciarse sobre el programa de políticas macroeconómicas asociado al acuerdo, reflejando las fracturas dentro del entonces oficialismo. En esta ocasión, sin mayoría propia en el Congreso, el Gobierno ha optado por avanzar con un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) para aprobar el acuerdo con el FMI. Sin embargo, esta decisión no está exenta de riesgos. Si bien el Ejecutivo busca evitar una negociación parlamentaria que podría dilatar la aprobación y abrir una nueva fuente de incertidumbre, el uso del DNU podría derivar en otro enfrentamiento institucional con el Congreso, donde la oposición tiene la facultad de rechazarlo. Además, condicionar el acuerdo con el FMI a una disputa política de alto voltaje podría generar tensiones adicionales en un contexto donde el oficialismo necesita respaldo legislativo para otras reformas clave.

Evitar que el debate derive en un cuestionamiento generalizado del programa económico y limitarlo a una rápida validación del endeudamiento sería el escenario más favorable para el Gobierno. Sin embargo, la posibilidad de que el contenido del acuerdo permanezca en secreto, como han sugerido algunas versiones periodísticas, solo añadiría más incertidumbre y podría volverse un búmeran político. Sin un acuerdo político que garantice que el DNU no termine siendo rechazado, un revés parlamentario podría convertirse en un escollo difícil de superar en el proceso de consolidación del programa económico.

La Argentina, que siempre parece estar en el borde del abismo, tiene ante sí una nueva disyuntiva. Puede volver a ser un caso de interés y atracción para el mundo, o puede volver a su rol histórico de curiosidad extravagante. Porque, como bien sabemos, las oportunidades en Argentina nunca faltan. Lo que falta, una y otra vez, es la capacidad de aprovecharlas.

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