Mundos íntimos. Sufrí ataques de pánico durante muchos años. El miedo a lo nuevo era una de las causas detrás del problema.
Mundos íntimos. Sufrí ataques de pánico durante muchos años. El miedo a lo nuevo era una de las causas detrás del problema.
No puedo saber exactamente dónde comenzaron. Lo que sí recuerdo es que adquirieron su espesor patológico cuando a los 18 años vine a estudiar desde La Pampa a Córdoba, lugar en el que vivo actualmente con mi familia. Me refiero a los tan mentados ataques de pánico. Creo entrever que la explosión de ansiedad que estaba atrás de los ataques surgió por el miedo a lo nuevo, el nulo control de muchas cosas -con la contrapartida de una gran libertad-, y el saber que una parte importante de mi vida infantil comenzaba a quedar atrás. Tres capítulos -sucesivos y repetidos- identificaba en el proceso de los ataques. Primero la extrañeza, algo así como sentir que uno está cortado y pegado en la realidad; seguidamente los síntomas: taquicardia, falta de aire, una transpiración abrumadora, los ojos de los demás como flechas que nos atraviesan con asco; el tercer momento es el de la huida, donde buscamos cualquier vía para escapar del lugar en el que estemos, sea en una fila de compras, un cine o una reunión con amigos en casa.
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Dicen que cada persona es un mundo. Yo digo -medio en broma, medio en serio- que cada persona es un universo, con sus soles, estrellas y agujeros negros, y entiéndase por esto último las angustias que aquejan a cada ser humano a lo largo de la existencia. El filósofo danés del siglo XIX Sören Kierkegaard explica que la angustia surge a partir del modo único que cada persona tiene de vivenciar la realidad. Pero allí se halla -por paradójico que parezca- la propia originalidad. Esto significa, sencillamente, que el mero hecho de estar en el mundo nos convierte en seres singulares.
Dificultad. Nicolás Jozami con sus amigos Germán (izq.) y Lucas (der.) cuando lo atravesaba la ansiedad.
Quiero contarles un poco de mi universo, específicamente de esos agujeros negros, un costado poco grato pero quizás esperanzador para otros. Si quieren, y que suene así, dejo un extracto de mi vida como servicio a la comunidad para quien padece trastornos de ansiedad, con los consabidos ataques de pánico en sus diversas variantes.
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Una vez que pude decir lo que me pasaba, la madre de mi compañero -que a fin de cuentas era una extraña- me calmó y recomendó ver a una psicóloga. Recuerdo claramente cuando dijo que era algo que tenía tratamiento. Comprendía así que darle un rostro a ese padecimiento irracional me impulsaba tímidamente a combatir esta dolencia. Al comenzar con la psicóloga recomendada fui desplegando trozos de vida que ataban los ataques a ciertas obsesiones compulsivas. Una de ellas, infantil, de leyenda personal y que mi madre siempre recuerda, era que antes de dormir yo debía colocar los pares de zapatillas en orden, desde las más nuevas a la más viejas y todas con los cordones adentro. Si eso no sucedía, no podía alcanzar el sueño.
Descubrí, de a poco en las sucesivas terapias y con los sucesivos profesionales, que el calvario de los ataques se asociaba a obsesiones primordiales que eran como canales por los que podían manifestarse, y que iban adquiriendo nuevos ropajes a medida que crecía. Para aglutinarlos, me pareció pertinente e ilustrativo darle la denominación de “lotería controlada”, algo así como reconocer el azar pero pretender dominarlo, cosa humanamente imposible.
Otra etapa. Nicolás Jozami con su hijo Oliverio y su mujer Soledad descansando en Mar Chiquita.
Con un ejemplo basta. A los 21 años me puse de novio con una compañera de Comunicación Social con la que luego estudiamos también Letras Modernas, en la Universidad Nacional de Córdoba. En una ocasión, se instaló casi con fuerza de ley que en cierta clase mi novia no tenía que aparecer, solamente porque se me ocurría que yo podía (y tenía) que manejar eso; si no se cumplía el designio autoimpuesto se derrumbaba mi nexo con el presente y comenzaba los ataques de pánico: el endurecimiento de los músculos del cuello, el temblequeo, la transpiración. Entonces tenía que salir como un fugitivo del aula sin que me vieran los compañeros, las amigas de mi novia, sin que me llamara la atención el profesor. Después vendría la culpa de no haber podido sortear la situación y de perderme la clase. Alguna vez me llegó a ocurrir que viendo que llegaba cuando en mi fuero íntimo apostaba que no iría, me fui sin saludarla.
Con una de las psiquiatras que estuve de los 23 a los 26 años, ahondamos bastante en la idea del origen; siempre se trata del origen, ya que la realidad para la perspectiva psicoanalítica se mira a través del espejo opaco que es cada persona y que lo matiza según cómo se configura su aparato psíquico, como si este fuera una plantilla donde los sellos de las experiencias van dejando sus marcas, imborrables aunque superpuestas.
En mi caso tuvo que ver con cierta internalización de la sobreprotección, que acomodé en mi cabeza de una manera particular. Supimos rodear la idea de que los ataques y compulsiones provenían del control de las expectativas; es decir, yo asumía que la realidad futura inmediata debía ser de tal modo y debía comportarse de ese modo porque eso era lo que me tranquilizaba, y que a la vez impedía que me asaltaran los ataques. Como un guion improvisado cada día y donde cada renglón era una apuesta. Si por caso preanunciaba antes de llegar que en la pileta de natación el andarivel 3 tendría a 4 nadadores y luego descubría azorado que tenía 1, esa equivocación era el pase libre para que me asaltaran -aún en el agua- los ataques.
Ahora bien, ese guion que enjaulaba los trastornos ansiosos podía ser de lo más absurdo e incoherente. Que no pasara una ambulancia mientras tomábamos una gaseosa en un banco de plaza con compañeros; que no se tocara tal tema; que la ropa de los que pasaran caminando fuera de tales colores. Cualquier cosa claramente era motivo para enfrentar el problema y los ataques. Revisando retrospectivamente en las sesiones terapéuticas, llegábamos al monstruo del laberinto: yo poseía una cierta incapacidad para soportar las adversidades que alejaban mi -como le llaman ahora- zona de confort, pero porque de chico y adolescente fui resolviendo todo lo que no me gustaba o agradaba compensándolo con cuestiones imaginarias que pretendía manejar a discreción.
La sobreprotección es un cuidado excesivo, que tiene a su vez un costado de exigencia, que está en el devolver eso de algún modo. Mi trastorno de ansiedad se originaba a partir del mundo mental privado que ideaba y en el cual -como un refugio infernal-, podía tornar válido y trascendental no sólo la idea de modificar y hacer lo que quisiera, incluso hasta fallar, que formaba parte de esa ideación. Era una espiral interminable y agotadora. Con el tiempo fui entendiendo que leer -donde se cifra gran parte de mi trabajo- es jugar un poco a eso que mencioné antes; apostar sobre la realidad literaria que va invadiendo nuestras conciencia y cuerpo mientras se lee, aunque pactando siempre de antemano el serio (y sano) juego del arte.
No lo dije antes en esta mini autobiografía patológica pero lo digo ahora: los ataques de pánico tienen cura; en mi caso, frente al agobio que sentía ante lo que no entraba en mis pretensiones, trabajé en la distracción que hizo que de a poco pusiera la mente y las emociones en otro lado, desatendiendo -casi involuntariamente- esa “lotería controlada” que me aquejaba. Las compulsiones obsesivas permanecen, algunas permanecen, cambiando de ropaje, pero esa sostenida sensación de sentirse débil, incomprendido y no apto para este mundo fue mermando muchísimo. De vez en cuando retorno a terapia para acomodar las fichas, los miedos, los desbordes, las expectativas frustradas que obviamente nos constituyen, en fin, la vida. Quizás les suceda a varios y varias que atravesaron este tipo de problemáticas: cuando ya estamos mejor, casi que no podemos entender cómo nos sucedía lo que nos sucedía.
Si alguien puede explicarme el mundo, la vida, la muerte (pero más la vida) que confiese su primer síntoma. Nacer, crecer, vivir es tratar de esculpir ese interrogante que vamos armando con retazos de experiencias. El escritor Leopoldo Marechal decía que de todo laberinto se sale por arriba; yo arriesgo que la disminución del padecimiento -disminución aquí como eufemismo de salida- para los laberintos de la mente con ataques de pánico se basa en el tratamiento psicológico que se orienta al conocimiento propio, a comprender la dolencia e insatisfacción para luego colocarla en un compartimento de la estantería psíquica sin mayor protagonismo, para que la cosa suceda mientras uno está ocupado y preocupado por otras cuestiones.
Fui padre en la pandemia. Estamos con mi pareja en el caos maravilloso de su crecimiento. Puedo decir que Oliverio me distrae bastante no solo de mis ocupaciones sino también de la posibilidad de enrolarme nuevamente en el cuartel de los ansiosos incorregibles. O al menos la ansiedad que demanda mi hijo tiene un aroma que armoniza con cualquier laberinto.
Para finalizar. Tengo 44 años. Pensando un poco en mi ocupación, la de escritor, además de docente, medianamente algo he comprendido del trabajo que implica la escritura y la lectura: cada autor o autora no hace más que escribir siempre sobre sus obsesiones, o dicho de modo más tajante: un escritor no puede escribir más que sobre aquello que no puede dejar de escribir. Y valga aquí el juego de palabras. Es tentador también creer que la propia subjetividad es la que va trayendo lo malo con lo bueno. En mi caso fue cómo yo me sentí sobreprotegido, y luego mi deseo de sobreprotegerme de la realidad inmanejable frente al abismo de la libertad. Mi refugio a puertas abiertas fue y es la literatura. Uno es con sus problemas. De allí la forma en la que esculpirá su huella, su legado, su obra a partir del nudo que nos pone la vida adelante; pero ojo: ni obra maestra, ni mesiánica, ni mala, ni buena: única y por ello original.
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Soy Nicolás Jozami. Lector, escritor, docente, investigador. Fundamentalista kafkiano. Licenciado en Letras Modernas y en Comunicación Social. Dicto talleres de escritura y de lectura. He publicado varios libros de cuentos, tuve un hijo y no planté un árbol, pero vivo trepado en el de la imaginación desde hace mucho tiempo, y les aseguro que no estoy solo, sino acompañado por muchísima otra gente. Sobreviviente de los ataques de pánico, con mucha terapia y medicación. Agradecido de todos los que hacen posible y que valga la pena esta historia de vivir.
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