L os índices difundidos en los últimos días por el Indec respecto de la pobreza son elocuentes: más de la mitad de la población en la Argentina tiene ingresos insuficientes para cubrir sus necesidades básicas. Son las tasas más altas en dos décadas, es decir en el período iniciado cuando nuestro país todavía transitaba la salida de la crisis de 2001-2002.
Sin dudas, superar la pobreza es una tarea que requiere de un ordenamiento económico que revierta el estancamiento y apuntale el crecimiento sostenido. No obstante, aun si la Argentina logra estabilizar la economía y volver a crecer, la erradicación de la pobreza y la indigencia va a demandar mucho tiempo y un concurso de esfuerzos de naturaleza distinta al de la recuperación económica. Por eso, es indispensable que una agenda de crecimiento esté acompañada de una agenda de políticas públicas dirigidas a consolidar un piso de bienestar para todos.
La cuestión alimentaria es la más básica y urgente en la agenda de políticas públicas. Atravesamos un contexto de emergencia social. De los 7 millones de hogares pobres hay casi 2,2 millones que son indigentes, lo cual significa que en ellos no se logra cubrir ni siquiera las necesidades básicas de alimentación. Pero este escenario es aún más crítico por la infantilización de la indigencia: en el 71,7% de los hogares indigentes hay niños y adolescentes de hasta 17 años. No es posible construir un piso de bienestar sin resolver la pobreza extrema en la infancia.
En los últimos 20 años el Estado nacional fue tejiendo una red de protección que cuenta con dos pilares fundamentales: la asistencia alimentaria directa (en su gran mayoría, a través de comedores) y las transferencias monetarias, como lo son la Prestación Alimentar o la Asignación Universal por Hijo (AUH).
Aquí nos queremos ocupar de este segundo pilar. Para dar un orden de su magnitud, de cada 100 pesos que el Estado gasta en estas políticas, casi 90 corresponden a transferencias monetarias.
Hoy la Prestación Alimentar y las transferencias dirigidas a la infancia –como la AUH o las Asignaciones Familiares por Hijo (AFH)– son las principales herramientas disponibles para atacar la indigencia en la primera etapa de la vida de las personas. Aunque entre diciembre de 2023 y septiembre de este año el Gobierno duplicó el valor real de la AUH, persisten al menos tres problemas.
1) Los montos son distintos y decrecientes según la cantidad de niños en el hogar, sin que haya una razón que justifique este esquema. En septiembre, una familia destinataria de AUH con un solo hijo percibía $52.250 por la Prestación Alimentar, mientras que una con tres hijos percibía $108.000 ($36.000 por chico). En concreto, la protección frente a la indigencia de cada niño depende de cuántos chicos viven en su hogar. La protección se reduce a medida que crece la cantidad de menores.
2) No tienen un criterio de actualización claro. Mientras que el monto de la AUH se ha ido ajustando en función de la movilidad prevista por la ley 24.714 (el proyecto de Ley de Presupuesto 2025 prevé que el ajuste se haga por inflación), la Prestación Alimentar no tiene ningún criterio de actualización.
3) Los trabajadores formales de menores ingresos están desprotegidos, al menos por dos razones. Por una parte, no perciben ninguna asignación comparable con la Prestación Alimentar. Por otra parte, la dispar evolución entre la AUH y las AFH ha acentuado este problema: en septiembre la AUH equivalía a 84.000 pesos, el doble que las AFH. En los segmentos de trabajadores del tramo bajo de ingresos familiares esto puede generar una diferencia en detrimento de los formales, también muy afectados por el aumento de la pobreza y la indigencia. Y esta realidad puede constituir un desincentivo a la formalización laboral.
Mejorar la política alimentaria implica construir una visión estratégica de cuál es el objetivo al que queremos llegar en las próximas décadas, para definir el camino que permita alcanzarlo. Erradicar la indigencia debería ser la meta más básica de una agenda de bienestar. Pero no solo eso: queremos que cada niño pueda comer en su casa, con su grupo familiar, y que cuente con una alimentación saludable. Eso también forma parte del piso de bienestar que tenemos que edificar.
En ese sentido, creemos que el Estado nacional debe priorizar las transferencias directas por sobre las prestaciones en especie, pero mejorando la cobertura de ingresos. Las transferencias dan a las personas mayores opciones para decidir qué comprar y cómo comer.
Una propuesta razonable es unificar los criterios de la Prestación Alimentar con los de la AUH: se trata de asegurar una transferencia equivalente a la Canasta Básica Alimentaria (CBA) por adulto equivalente ($137.000) para todo el universo de destinatarios de la AUH de 0 a 17 años.
Además, se debería anclar la actualización de las prestaciones a la evolución de la CBA que informa el Indec. Junto con esto, para los tramos de salarios formales más bajos, se debería avanzar en equiparar el monto de asignaciones familiares al que perciben los destinatarios de la AUH y la Prestación Alimentar, garantizando un nivel mínimo de consumo para las familias con hijos.
Erradicar la pobreza extrema y garantizar la seguridad alimentaria es un imperativo ético y, además, un compromiso asumido por el Estado argentino en el marco de los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Fortalecer las políticas públicas distributivas para garantizar el acceso a los alimentos es un primer paso imprescindible en el camino para avanzar en la construcción de un piso de bienestar para todos.
(*) María Migliore es directora de Integración socioproductiva de Fundar y Santiago Poy es coordinador de Integración socioproductiva de Fundar
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