El país que se libró de su dictador con una muerte humillante y que nunca logró recuperarse
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TÚNEZ.- La historia reciente de Libia se podría comparar a la de un jarrón que cayó al suelo: qué rápido se rompió en mil pedazos, y qué difícil está siendo reconstruirlo. Y ello, a pesar de -o quizás a causa de- poseer un gran potencial de riqueza, de los mayores de toda África. Este país árabe cuenta con la novena mayor reserva de petróleo del mundo, es capaz de producir actualmente unos tres millones de barriles de “oro negro” al día que debe repartir entre solo seis millones de personas. No obstante, la situación de caos y de conflicto continuo provocan que la producción se detenga completa o parcialmente a menudo.
En parte, la atribulada realidad de Libia se debe al errático gobierno de uno de los líderes más excéntricos de la historia contemporánea mundial, el coronel Muammar Khadafy, en el poder entre 1969 y 2011. Durante estas más de cuatro décadas, Khadafy se inmiscuyó en incontables conflictos financiando todo tipo de milicias, desde el IRA en Irlanda al NPFL en Liberia, pero fue incapaz de dotar a su país de instituciones sólidas. El coronel quería concentrar todo el poder en sus manos y de sus familiares, y temía que cualquier institución estatal pudiera convertirse en un polo de oposición.
Cuando en 2011 la llamada “Primavera Árabe” llamó a las puertas de sus vecinos, Túnez y Egipto, los libios creyeron que también era su turno de librarse de su veterano dictador. A diferencia del tunecino Ben Ali o el egipcio Hosni Mubarak, Khadafy se negó a dimitir tras 42 años en el poder y preparó un baño de sangre.
Ante la falta de partidos políticos opositores, todos ellos severamente reprimidos, la revuelta libia adoptó una naturaleza descentralizada y caótica. La única identidad alternativa a la estatal era la solidaridad tribal o regional, y sobre esta base se organizaron decenas de milicias, apoyadas y armadas por la OTAN, para luchar en la guerra civil que desencadenó la represión oficialista.
El conflicto duró apenas medio año y se saldó con la victoria de los rebeldes y el vengativo -y humillante- asesinato de Khadafy.
El papel de la OTAN fue clave para la suerte de la guerra, pero cuando las armas callaron, ni la Alianza Atlántica, ni la ONU se involucraron realmente en la transición libia. No hubo despliegue de fuerzas para el mantenimiento de la paz y el necesario desarme de las milicias. Desde entonces, el país se encuentra dividido en múltiples reinos de taifas, y cada uno de sus líderes teme que se forme un poder central fuerte que sea dominado por sus adversarios.
Por lo tanto, no es de extrañar que los esfuerzos por crear unas instituciones nacionales efectivas, como un Ejército o un Ejecutivo, hayan sido en vano. Desde 2015, se han ido conformando dos grandes alianzas regionales, con Ejecutivos paralelos, que luchan por el poder, algunas veces desde los despachos, otras en el campo de batalla. Un bando, con su base en la capital –Trípoli- está liderado por el primer ministro Abdulhamid Dbeiba y es el poder legítimo reconocido por la ONU. El otro, que controla la zona este, se halla bajo la tutela del general Jalifa Hafter, un ambicioso militar con un talante autoritario.
Ambos bandos cuentan con patrones entre las potencias regionales, a menudo enfrentadas entre ellas, lo que todavía dificulta más una solución. Por ejemplo, Turquía e Italia son los grandes valedores y sostenes del gobierno de Trípoli, mientras que Emiratos Árabes Unidos y Rusia son los principales aliados de Hafter. Durante más de una década, el país se ha sumido en un ciclo interminable de estallidos de violencia, seguidos por periodos de tregua y relativa paz.
La necesidad de celebrar elecciones para superar la aguda crisis política que padece Libia se ha convertido en una especie de mantra entre su clase política, si bien, en el fondo, nadie parece estar interesado en que se lleven a cabo. Al menos, no bajo unas condiciones que no garanticen la propia victoria.
“No veo que haya ninguna opción de que se celebren elecciones pronto. Y eso es así porque nadie realmente las quiere”, sostiene Jalel Harchaoui, investigador del think tank británico RUSI. Después de que los comicios presidenciales fijados para el 24 de diciembre de 2021 fueran aplazados sine die por razones políticas y logísticas, el actual enviado de la ONU para Libia, el senegalés Abdoulaye Bathily, se propuso encontrar una nueva fecha. No obstante, ha resultado imposible.
Como ya sucedió en 2021, el principal punto de discrepancia gira alrededor de los criterios que deben cumplir los aspirantes a las elecciones presidenciales, y que podrían impedir la candidatura del general Hafter. Otro contencioso hace referencia a la necesidad o no de que antes de los comicios se forme un nuevo gobierno en Trípoli, con el consiguiente relevo de Dbeiba. El analista libio Mohamed Eljarh considera que se debería explorar una alternativa a las elecciones que consista en un acuerdo entre las diversas facciones para compartir el poder.
Desde 2020, no se ha producido ninguna gran conflagración violenta, y eso ha permitido que el petróleo haya fluido durante un largo periodo y se haya superado el problema de falta de liquidez de los años anteriores. Entonces, se multiplicaron entre los medios de comunicación las imágenes de largas colas frente a las sedes bancarias.
“Ha habido enfrentamientos entre grupos locales, pero los actores capaces de provocar una gran guerra, como Jalifa Hafter, no tienen ahora apetito para ello. Y tampoco sus benefactores internacionales, y esto es crucial”, sostiene Mary Fitzgerald, experta del Middle East Institute.
La ausencia de grandes batallas no equivale a estabilidad. De hecho, el pasado verano la discordia asaltó a la única institución nacional digna de ese nombre: el Banco Central. Su director, Sadiq Kebir, había logrado durante más de una década mantenerse al margen de las agrias luchas de poder entre facciones. Era su responsabilidad distribuir los ingresos de la exportación del petróleo entre funcionarios, pensionistas e instituciones de todo el país.
No obstante, el intento de destituirlo de forma unilateral por parte del primer ministro Dbeiba provocó una crisis que incluyó el secuestro de un alto funcionario de la institución, el asedio a su sede y un bloqueo de la mayoría de pozos petrolíferos por parte de milicias armadas.
Finalmente, y ante el riesgo de una nueva crisis de liquidez como la experimentada hace un lustro, a finales de septiembre los principales actores se pusieron de acuerdo en el nombramiento de una figura de consenso como nuevo director, Naji Issa, que durante años ejerció como alto cargo de la institución.
Desde entonces, poco a poco, la producción de crudo ha ido recuperando su volumen habitual y los dólares ya vuelven a fluir en los bancos comerciales libios. Ahora bien, nadie, ni políticos, ni analistas, ni diplomáticos extranjeros o de la ONU ha dado todavía con la fórmula para resolver el rompecabezas libio, y el país amenaza de quedar marcado de forma indefinida con la onerosa etiqueta de “Estado fallido”.
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