Mundos íntimos. ¿Cómo transmitir el pasado? Con mi hija vivimos en EE.UU. y ella pregunta sobre mis abuelas que nunca conoció

Mundos íntimos. ¿Cómo transmitir el pasado? Con mi hija vivimos en EE.UU. y ella pregunta sobre mis abuelas que nunca conoció

Todo empieza con una pregunta. Con una pregunta que me hace mi hija de doce años en la cocina de casa. Ella nació en Indiana, Estados Unidos, que es el país donde está la cocina que mencioné y al que me cuesta llamar casa.

Yo no nací acá, soy de Rosario. Aunque vivo desde hace 20 años y enseño literatura en una universidad, la lengua del lugar me suena ajena. Ella habla inglés y español. No sé por qué hoy me hace la pregunta en inglés. Como no reacciono, ella, paciente en asuntos de lenguas, la repite en español, cambiando de lengua y de voz. Con esta voz me pregunta sobre mis abuelas. Cuando me habló en inglés supuse que se refería a las suyas, que hablaba de mi mamá, muerta hace dos décadas, o de la mamá de mi esposa que vive en Argentina. Pero no, me está preguntando sobre mis abuelas. Yo tardo en responderle. La lentitud tiene que ver con la lengua, pero más tiene que ver con la memoria y con la forma en que lidiamos con el pasado.

No soy de las personas a las que le gusta contar cosas íntimas. Me dedico al arte de evitar cualquier respuesta que me involucre. Fui educado así. Contar en público algo íntimo siempre me pareció acto impúdico. Un fastidio. Pero hoy estoy en la cocina, junto a mi hija, en una tarde luminosa del otoño del Medio Oeste y supongo que ya es hora de romper la costumbre de cambiar de tema. Esta vez me decido a contarle de mis abuelas. Envalentonado hago el ejercicio mental para representármelas. A la memoria vienen algunas escenas, datos sin importancia, pero sobresale un acontecimiento poco verosímil que las hermana.

Tiempo atrás. En este juego de imágenes Juan Vitulli aparece con su hija y una foto de él de niño, en la casa de su abuela en Rosario.Tiempo atrás. En este juego de imágenes Juan Vitulli aparece con su hija y una foto de él de niño, en la casa de su abuela en Rosario.

Como casi todo el mundo, tuve dos abuelas; a una la conocí y a la otra no. A diferencia del resto de la gente, mis dos abuelas fueron atropelladas por dos autos distintos en circunstancias similares—mientras cruzaban el Boulevard Rondeau en la zona norte de Rosario. Una de ellas murió en el accidente. Fue 3 años antes de mi nacimiento y solo tengo de recuerdo el retrato que guardaba mi padre. Una foto que dejé y que no sé dónde está ahora.

Mi otra abuela sobrevivió y fue una de las personas más importantes en mi infancia. Ella jamás hablaba del accidente. La abuela viva rengueaba un poco de la pierna derecha como si su cuerpo nos diera esa única concesión para entrar en su intimidad. Imagino su voz diciendo “Hasta ahí pueden ver, el resto es mío”. Murió diez años después de mi viaje, durante el año académico. No pude viajar.

Pero la pregunta que mi hija me hizo tiene efectos inesperados ya que no sólo me hace pensar en esta coincidencia, sino que me pone frente a una realidad de la que soy causante. A medida que mi familia se achicaba lo mismo pasaba con sus objetos. Las casas se vaciaban y en este tránsito se perdían cosas. Al morir mi abuelo paterno llevamos sus pertenencias a la casa de mis padres. Recuerdo una caja de madera no mayor a una de zapatos. Había fotos, documentos, cartas y una libreta en italiano. Esta última era un manual de comportamiento que el gobierno daba a los viajeros para que representaran con honor a la madre patria que los expulsaba. También encontré una carta escrita por mi abuela, donde le decía “nene” al tipo recio que fue mi abuelo. No recuerdo más qué había ahí, pero sí sé que no presté atención y que, con los años, desapareció.

Por el lado materno tampoco fue distinto. Las cosas que mi abuela dejó se disiparon. Algunas habían quedado en lo de mi padre. Pero cuando él falleció yo repetí la rutina del que está lejos, esa casa, a la que yo sigo llamando mi casa, se terminó. Me resulta extraño usar este verbo en referencia a una casa. La costumbre me hace pensar que cuando digo que una casa se termina es cuando los albañiles ponen el último ladrillo o cuando alguien duerme ahí por primera vez. Pero en este caso la casa se terminó con la vida de mi padre y también se agotaban mis posibilidades de rescatar algo perteneciente a mi abuela.

Cuando volví, la casa se parecía a un depósito más que a un hogar. Enojado fui al mercado y compré dos cajas bolsas negras de consorcio. En tres días puse las cosas de la casa en las bolsas. Al final dejaba las bolsa en el volquete verde para la basura. Cerré la puerta con llave. De una casa donde se acumulaban los fragmentos de muchas vidas e inclusive objetos pertenecientes a dos casas más, solo quedaba la llave. Y que esto fuera lo único que me conectaba con lo que esa casa representaba no me generó ninguna calma. Cerré y me fui. De mis abuelas ya no iba a rescatar nada.

Hay un costado paradójico en la escena que acabo de contar y tiene que ver con mi oficio en Indiana. Trabajo en una universidad. Soy profesor de literatura barroca. En mi disciplina la palabra archivo es una especie de talismán para atraer la atención de los lectores y las revistas especializadas. El archivo es un concepto que se abre como un paraguas y guarda debajo muchos significados. Al estudiar la literatura de una cultura antigua es clave considerar otros materiales que se produjeron en ese contexto. Ya no solo los libros que publicó una autora, sino también un grupo heterogéneo de cosas al margen que pasaron desapercibidas por años y que ahora adquieren relevancia. Pensar en el pasado es dejarse llevar por el deseo de encontrar un archivo que nos hable, que rompa el silencio para transformarse en una voz que necesitamos escuchar y que nos diga qué cosas hubo ahí, qué objetos se perdieron, quiénes lo crearon y quiénes lo destruyeron.

Esas son algunas de las preguntas que este artefacto nos devuelve hoy. En mi caso particular, fui el que puso el punto final a la existencia de un archivo donde pudiera ver a mis abuelas de apellido italiano más allá de la imagen de ellas cruzando un boulevard con acento francés. Fui yo el que, por voluntad, por omisión y por desidia se encargó de hacer explotar el archivo posible para luego quejarse por las esquirlas. Frente a esta realidad que, poco a poco, parece ir volviéndose invisible, ahí se clava la pregunta que mi hija me hace en español.

En lugar de quejarme debería sentirme orgulloso de su puntería porque la pregunta me interpela de tal forma que veo ahora dónde está la salida para contar parte de mi historia familiar sin archivo. Quizás la memoria y el olvido tengan que ver con la condición de extranjería que me asiste y me afecta, que me protege y me desluce, esa superstición donde la patria es el lenguaje. Y si esta creencia es válida ¿qué parte de ese país son los silencios? La clave de mi historia quizás esté en los nombres de esta escena donde mis abuelas son atropelladas en el pasado. Dora Nelly María y Enriqueta. Sonidos y silencios.

Dora Nelly María se llamaba mi abuela materna. Si hasta cuando lo digo en voz alta es tan sonoro que a veces parece que hablo de tres personas. Mi abuela con nombre de trillizas. La culpa la tiene esa y de Nelly que deja su lugar en el nombre y se vuelve conjunción. En esos tres nombres están las tres etapas de su vida: antes, durante y después del accidente.

Pero también hay mucho más. Su nombre es el único relicario que puedo usar. Encuentro la infancia de una niña de clase media, con una caligrafía y una ortografía impecable. Después viene un salto. Un casamiento con un obrero que la aparta de la casa paterna para llevarla al hogar donde va a terminar sus días. Dos hijos, nene y nena. Crecen. Cuando la menor tiene 3 años, fallece su esposo. A partir de ahí todo se acelera. El luto y el dinero. Pasa todos los meses por la comisaría a pedir el certificado de pobreza con el que cobra unos pesos más. Los trabajos se suceden unos a otros. Enfermera, lavadora. Su hijo adolescente sale a trabajar para ayudarla. La menor es la mejor alumna de la escuela. Ya no lava más para afuera. La hija va a ser maestra. Siguen los días como se suceden las sílabas de su nombre.

Dora Nelly María envejece como su casa—sobre la cual su hija ahora construye otra, que será también la mía. El boulevard no se ha movido un centímetro. Hoy prefiero no cruzarlo, solamente digamos que ella descansaba la pierna derecha sobre una de las sillas de su cocina. Elijo quedarme ahí, con esa puerta de tela metálica que nunca encajó del todo en el marco, con las hornallas encendidas en invierno donde quemaba cáscaras de mandarinas. Ese también es el perfume que flota sobre los tres nombres que hoy recuerdo en la cocina de otro país.

Enriqueta se llamaba mi segunda abuela. Sólida suena su nombre como un bloque. A diferencia del de la otra, tiene el suyo un tinte masculino como si para acceder a ella yo tuviera que pasar primero por la figura de su esposo o su hijo. Enriqueta es entonces una lápida que desconozco y que no sé en qué cementerio buscar. Es una foto que se recuerda pero que se resiste, un retrato al que no le puedo arrancar nada.

Tallar ese bloque, tallar esa foto y tallar ese nombre. Con lo que voy quitando comienza la ilusión y ella aparece. Enriqueta era ecónoma y participaba en la vecinal del Barrio La Vivienda. Una mujer solidaria sin que le sobrara nada, peronista sin duda, y más alta que las mujeres de su tiempo. De mandíbula sólida, brusca, una mandíbula de otro siglo, al igual que los ojos negros y el peinado. Enriqueta no tiene voz, no tiene acento al que volver. Porque cuando estoy por acercarme a ella, es el sonido del boulevard el que toma la escena. Un murmullo.

No me dijeron cómo la llevaron al hospital y menos qué pasó con quién la atropelló. Cruza un auto en dirección sur, y yo en la vereda me quedo sin saber. Nada se escucha que no sea el ruido de un motor. Por eso imagino ahora el rostro de mi padre sintiéndose ese día casi huérfano. Detrás del sonido de los escapes apenas aparece mi abuelo, tan recio, tan de traje negro, callado y hecho en un mundo más cruel donde la idea de enterrar a alguien de un día para el otro era parte de su experiencia cotidiana. Son los ruidos del boulevard los que vuelven a imponerse, por un momento me marean hasta que todo parece amortiguarse en el grave nombre que hoy invoco.

Estoy de nuevo en la cocina junto a mi hija y me pongo a contarle lo que sé.

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Juan Vitulli. Nació en Rosario. Estudió Letras. En el año 2003 viajó a Estados Unidos. Obtuvo una maestría y un doctorado en Literatura Española. Siguió viaje hacia el norte y se detuvo en South Bend, Indiana. Allí vive desde el año 2007, investigando y enseñando sobre el Barroco. Es profesor en la University of Notre Dame. Cuando su trabajo se lo permite, escribe lo que él define como literatura argentina de Indiana. Ha publicado tres libros de ficción: “Sur de Yakima” (Corregidor, 2019), “Primavera Indiana” (Tren Instantáneo, 2020) e “Interiores” (Beatriz Viterbo, 2023). Nada todos los días.

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